Aprender a morir, aprender a vivir
Se decía en la antigüedad que “la filosofía es una preparación para la muerte” y, retomando esta reflexión de Cicerón, diría más adelante Pascal que “quien enseña al hombre a morir, le enseña a vivir”.
El modo en que el horizonte de la muerte afecta a la vida no ha pasado desapercibido ni en la filosofía, ni en las religiones de distintas culturas, aunque en el primer caso ha habido en el continente europeo, hasta la modernidad, una tendencia a obviar el tema o relegarlo exclusivamente al ámbito religioso.
Quisiera en las líneas que siguen proponer una sucinta reflexión acerca de la muerte y del modo en que la consciencia de que vamos a morir afecta a nuestra forma de vivir.
¿Qué significa la muerte?
La muerte consiste en “la cesación o término de la vida”, según lo define el Diccionario de la lengua española de la Real Academia. El sustantivo muerte procede del verbo morir, y es que la muerte se define por una acción, una acción que parece que nos sobreviene, y por norma general de modo involuntario e incluso contra voluntad, pero de la cual también cabe plantearse qué parte de dicha acción depende de mí.
La muerte, al igual que el amor, recibe su sentido en tanto que hecho, pero en este caso el propio hecho anula la posibilidad de conocerlo. Podemos conocer el proceso de morir, pero no la muerte como final, ya que una vez muertos o no conocemos nada, o bien lo que se conoce no es comunicado a los vivos en su lenguaje y forma de conocimiento.
Muerte y vida se dan la mano
Al hablar de la muerte como final, me doy cuenta de que es necesario distinguir esa “última” muerte de las pequeñas muertes que vivimos en la vida: muere el niño para que nazca el adulto, muere una forma de pensar con la que nos identificábamos para dar lugar a una nueva visión, muere en nosotros un sentir y nace otro en su lugar.
Tanto en lo físico como en lo emocional, lo psicológico y lo espiritual, la vida se expresa a través de un flujo constante en el que muerte y vida se dan la mano y existen simultáneamente, lo que a veces hace que nos pase desapercibida la muerte. Es decir, al coexistir la desaparición de un estado y la aparición de otro ni siquiera lo percibimos como muerte. De ahí que de pronto nos sorprendemos ante el espejo con el pelo canoso y exclamamos “¿En qué momento ha ocurrido esto?” y es que no hubo un momento sino una sucesión de momentos imposibles de capturar.
Este continuo resulta muy evidente en la naturaleza: la semilla que muere da lugar al árbol, el huevo que se rompe da lugar al polluelo, o el capullo de seda da lugar a la mariposa… Ante la observación del flujo constante y de cómo la vida y la muerte coexisten en cada momento.
Afirmaba un sabio presocrático:
Como una misma cosa se dan en nosotros vivo y muerto, despierto y dormido, joven y viejo. Pues lo uno, convertido, es lo otro, y lo otro, convertido, es lo uno a su vez.
Heráclito
El duelo es un morir
Volviendo a las “pequeñas” muertes que vivimos a lo largo de la vida, quisiera destacar que no sólo experimentamos la muerte de otros, o de algo externo sino que ante esas pérdidas, cuando hay un afecto de por medio, se produce un desgarro en nosotros que implica una muerte.
El duelo es un morir, morir a lo que conocía, a lo que me habría gustado, morir a lo que era para dar lugar a algo nuevo, que de inmediato se muestra incierto, indefinido, vacío…
Sin embargo, ese vacío puede ser fértil y al igual que del silencio profundo emergen palabras sinceras, del fondo del vacío surgen formas creativas, surge más vida. Y esas formas, por definición, en tanto que son expresión de vida, están en constante cambio, no son fijas sino móviles, no son eternas sino perecederas y ¡qué gran noticia! porque de lo contrario no habría expresión de vida. Todo sería exactamente igual en todo momento y la vida por definición implica energía, implica moción.
Vida y muerte no son opuestos
Tal vez, uno de los errores que hemos cometido es el de considerar la vida y la muerte como opuestos, pasando por alto que sin muerte no hay vida. Morir forma parte de la acción del vivir, y al igual que la forma en que miremos la vida hará que la vivamos de determinada manera, la forma en que miremos la muerte hará también que la muramos de un modo u otro, porque morir, como final, es la última acción de una determinada expresión de la Vida. Y cuando digo que la acción de morir depende de nosotros en cierto grado, no me refiero a las formas, ni a las circunstancias sino a la actitud interna, a la mirada que conforma nuestra verdadera libertad.
La cuestión acerca de la mirada resulta fundamental, ya que cabe la posibilidad de que las pequeñas muertes que vivimos a lo largo de la vida sean una fuente de aprendizaje, una muestra a pequeña escala de la muerte “final”. Y si es cierto que existe una relación entre macrocosmos y microcosmos, y en mi experiencia lo es, y tomamos las muertes cotidianas como una muestra a pequeña escala de la muerte final, entonces constatamos que hay una continuidad y que la manifestación del ser, es decir, la existencia, sólo puede manifestarse como vida en tanto que hay muerte.
De nuevo, mi forma de niña tiene que morir para dar lugar a la forma adulta y la forma adulta tiene que morir para dar lugar a la vejez… ¿Y qué es lo que une esa continuidad? El sentido de yo ¿Y quién es ese yo?: ¿la niña?, ¿la adulta?, ¿la vieja? Al investigar me doy cuenta de que hay algo que es testigo de ese hilo conductor, algo que es autoconsciente más allá de las formas cambiantes en las que se expresa. Ese algo no muere cuando muero yo. La continuidad le pertenece al yo, pero la eternidad que la sostiene es impersonal.
¿Qué nos contamos de la vida?
Cuando me planteo en qué consiste la muerte y cómo la percibo, resulta ineludible mirar hacia la vida. Y la vida, no es algo fijo, sino que es-en-constante-movimiento, es un devenir, que se expresa en una miríada de formas.
Y en lo concreto, la vida es para nosotros lo que nos contamos de ella. Según lo que nos decimos la vemos de esta o aquella forma. Filtramos el mundo a través de nuestros pensamientos y creencias, porque lo que queda cuando no lo hacemos es el Silencio, el Vacío de aquello con lo que habitualmente me identifico y me da seguridad (falsa seguridad). Ese Vacío es creativo, es un estado de paz y dicha que constituye la fuente de todo cuanto aparece. Sin embargo, al yo parcial y limitado que tomamos como identidad le aterroriza soltarse al vacío del mismo modo que le aterroriza morir.
La muerte, una interrupción
La muerte como final se presenta como una interrupción del yo, una interrupción para la que nunca estamos preparados o dispuestos. No lo estamos para la muerte del otro ni para la propia, porque en última instancia siempre hay un yo que quiere continuar con su idea e imagen de sí mismo y de la vida como si fuesen elementos fijos, o que fluctuasen sólo dentro de los límites de lo que su sentido de identidad puede abarcar. Sea como fuere, sentimos que la muerte se entromete, que se presenta inoportunamente, que interrumpe la vida que estábamos viviendo.
Racionalmente sabemos que somos mortales: “todos los hombres son mortales”, “Sócrates (que podría ser yo o cualquier persona querida) es un hombre”, “Sócrates (es decir, yo o una persona querida) es mortal”, pero vivimos relegando la mortalidad a un futuro indefinido, no sé si con la esperanza o el autoengaño de que ese futuro no ha de llegar, como si ese tal Sócrates no tuviese nada que ver conmigo.
Una llamada al Amor
¿Cómo sería si comprendiésemos que la muerte forma parte de la vida y que es el movimiento a través del cual se expresa dicha vida?, ¿cómo sería si dejásemos de atribuir a la muerte un sentido de oposición a la vida, concibiendo lo primero como algo negativo y lo segundo como un principio positivo?, ¿y si dejásemos de valorar la vida por la cantidad de años vividos y la comenzásemos a valorar según la autenticidad (en eso consistiría la calidad) con la que se ha vivido?
Que la muerte pueda irrumpir en cualquier momento es en realidad prueba de que estamos vivos y además puede ser una inspiración para que esta expresión de vida sea vivida de la mejor manera con respecto a todo aquello que está en nuestra mano. ¿A caso no se convierte la muerte en una llamada al Amor?
Saber que en cualquier momento puede presentarse el “final” me llama a tratar de vivir de la mejor manera posible en cada momento, lo cual implica vivir con la mayor veracidad posible, descubrir la Vida que alienta el universo entero y vivir abrazando todas las formas en las que se expresa esta Vida… Sólo cuando dejamos de proyectar lo que somos en un futuro, cuando dejamos de pensar que hay algo incompleto que tenemos que completar en el tiempo, sólo entonces podemos aceptar que la muerte se presente aquí y ahora, porque donde hay plenitud no hay tiempo, no hay nada que lograr, nada a lo que llegar.
Soy, y en el acto de ser desarrollo momento a momento todo el potencial de la Vida.